EL ELECTRICISTA, TENOR AMANTE DE
LOS VALSES VIENESES
Subido a una escalera
intentando arreglar un corto circuito se encontraba Vladimir, el Polaco, electricista del pueblo. Nadie sabía si
alguna vez había estudiado para llegar serlo, lo cierto es que él conocía los
inconvenientes de todas las casas del vecindario siendo la única persona de confianza a quien la gente
buscaba para realizar algún arreglo o instalación.
Tenía la mano izquierda
defectuosa a causa de un fuerte golpe de corriente que recibió cuando era más
joven, sin embargo como él siempre se decía después de lo ocurrido, había logrado
hacerse amigo de la misma. Por otro lado, nunca tuvo el interés en tocar la
guitarra, por lo tanto para qué quería la mano izquierda, y se reía.
Su casa quedaba en el otro
extremo del pueblo y era muy sencilla por afuera, prueba de que nunca le
interesó ganar mucho dinero sino lo necesario para vivir.
A medida que uno se
acercaba a su casa comenzaba a ver en la parte de adelante un lavarropas sin
motor, cuyo tambor servía para alojar plantas; un viejo y oxidado termo tanque
convertido en casa para el perro, una mezcla de ovejero alemán con perro
salchicha, y varios cajones con pedazos de cables de todo colores, de los
cuales lo único que servía era el cobre de su interior; como así también varios
motores de licuadoras, aspiradoras, etc., todas en desuso. Después de tantos
años formaban parte de la decoración de su desértico jardín. Con todas estas
referencias si uno no encontraba la casa de Vladimir el electricista, era
ciego.
Ni siquiera había
necesidad de batir las palmas para llamarlo. Primero porque su perro guardián
salía como queriéndose comer a todo el mundo y segundo porque si uno no veía su
bicicleta apoyada en la puerta de la casa seguro que no estaba.
Por su modo de vida, su
forma de vestir, su mano deficiente y otras características, Vladimir daba la
impresión a simple vista de que no era una persona de mucho estudio, y por
sobre todas las cosas por cómo vivía. Al parecer nunca nadie había entrado a su
casa. Según contaban, su abuelo de origen polaco, viejo poblador, dejó al morir
la casa a su único nieto y heredero, Vladimir, que ya contaba con treinta y
cinco años de edad cuando tomo posesión de la misma. Por el acento parecía
también ser extranjero. Con respecto a alguna amante secreta, nadie podía decir
nada. Las viejas chismosas hubiesen dado un mundo por tener alguna cosa nueva
para contar.
Como yo tenía una ferretería
frente a la plaza, era raro el día en que no lo viera pasar en la bicicleta,
pues para ir a su casa no tenía más remedio que pasar por ésta. Por otro lado,
cuando necesitaba algún material, dada la confianza en él depositada, lo
llevaba directamente para pagarlo dos o tres días después.
Vladimir ya formaba
parte del pueblo. Comenzó a llamar mucho la atención que hacía varios días no se
lo veía en su bicicleta, y mas aún, no había pasado por el negocio como siempre
lo hacía. Eso me dejó algo inquieto. Un mediodía, al cerrar la ferretería y
antes de ir a casa, decidí pasar por la suya para ver si necesitaba algo. Al
llegar, el primero en salir a recibirme como siempre, fue el ovejero-salchicha,
su perro guardián, que parecía querer devorarme. Aguardé unos minutos, y como
su bicicleta se encontraba como siempre junto a la puerta de entrada (eso
quería decir que él estaba en casa), batí las palmas. Alcanzando a ver movimiento
en la cortina de una de las ventanas, tomé coraje y sin siquiera pensar en su
perro me animé a abrir el portoncito del cerco. Me dirigí hacia la puerta de
entrada, golpeé y escuché la voz de Vladimir que me invitaba a pasar. Para
esto, su perro no se despegaba de mí y se limitaba a mostrarme los dientes cada
vez que lo miraba. Una vez adentro el cambio de ambiente no me dejaba ver muy
bien, y cuando pude adaptarme a la luz del interior encontré a Vladimir
acostado en un sillón con un paño mojado en su frente. Hacía dos días que
estaba allí sin alimentarse, sólo tomando agua. Llamé al centro médico y
vinieron a buscarlo para llevarlo al hospital, pidiéndome encarecidamente que
cuidara de su casa y en especial del guardián Tobarich , así se llamaba el perro,
cuyo significado es “amigo" o "camarada” en ruso.
Antes de cerrar con llave y
seguir a la ambulancia, percibí que nada de lo arrumbado alrededor se comparaba
con el interior de la casa. Una enorme biblioteca cubría unas de sus paredes,
en otra se encontraban un sin número de cuadros con fotografías en blanco y
negro casi amarillentas por el tiempo. Cuando me acerqué para mirarlas más
detenidamente pude ver que alguna de ellas se trataban de obras de teatro, donde
Vladimir era mucho más joven.
Cerré las cortinas de la
casa y la puerta de la calle con llave, para esto Tobarich continuaba mostrándome los dientes, pero me animé a
acariciarle la cabeza, y recién entonces me di cuenta que sonreía como
agradeciéndome el haber salvado a su dueño. Me lo demostró con una lambida en
mi mano, sentí mis ojos llenos de lagrimas; trabé el portón de la reja de
entrada, le dije que cuidara la casa y me fui al Hospital. Vladimir se
encontraba bien, gracias a Dios, solo había tenido una descompensación y el
médico quería que se quedara internado por lo menos dos días para tenerlo en
observación. Le dije que se quedara tranquilo, yo tomaría cuenta de su casa y
que no se preocupara por su perro, yo le llevaría comida y le pondría agua
limpia.
A los dos días le dieron
el alta, lo llevé hasta su casa y gustosamente me pidió que entrara a tomar un
té. Mientras yo estaba en la sala y él en la cocina calentando la tetera,
comenzó a contarme parte de su historia. Me relató el por qué de cada foto y
previo a lo cual colocó un disco de esos ya desaparecidos del mercado. Comenzó
con una historia tan llena de vida que
no daban deseos de que terminara.
Nos despedimos, saludé a
mi ya amigo Tobarich y mientras iba
para mi casa, sentí una especie de culpa por lo equivocado que muchas veces he
estado al rechazar a una persona sólo por su apariencia.
De qué manera nos
equivocamos al juzgar a las personas
antes de conocerlas.
Vladimir no
solamente era un asiduo lector, sino que cuando ya contaba con 22 años había
sido cantante de ópera. Era tenor y admiraba a Enrico Caruso, Francesco Merli,
Tito Schipa y Beniamino Gigli entre otros, teniendo una gran colección de sus
obras en la discoteca. También había recorrido gran parte del viejo mundo
interpretando varias obras de Shakespeare,
como El Mercader de Venecia,
Hamlet y
Otelo, todas ellas impresas en las fotografías que atesoraba. Era amante
de la música clásica, pero no tanto de
Beethoven, Mozart o Chopin... adoraba los valses de Strauss, quien para él era como los Beatles
del siglo pasado. En esa época, según decía, todo el mundo escuchaba y bailaba
sus valses; actualmente en el siglo
XXI lo siguen haciendo, cuando se trata de una fiesta de 15 años o de
un casamiento, y tenía razón, “El
Danubio Azul”, “Cuentos de los bosque de Viena” o el “Vals del Beso”. Ésos eran sus
favoritos. ¡Cuán equivocado estaba yo al pensar que Strauss sólo había escrito
valses! No era así, también había escrito polcas y varias marchas, que Vladimir
escuchaba con tanto placer, hasta ser capaz de contagiar a todo el mundo.
Ese era Vladimir
Stanislaw Lem, más conocido como Vladimir, el
electricista, o despectivamente “El
Polaco”, pero para mí, una de las personas más cultas que llegué a conocer,
gracias a Dios…, antes de la próxima parada.
CESO